Lea la posición del expresidente Santos sobre uso del glifosato contra cultivos ilícitos
Para Juan Manuel Santos la guerra que desde hace 50 años se ha librado contra las drogas debe tomar un nuevo camino, lea aquí su ponencia completa
He venido a esta audiencia porque –como bien lo ha dejado claro la señora presidenta– es una instancia eminentemente técnica. Ustedes saben que estoy retirado de la política local, y este es un compromiso que quiero mantener –si me dejan y si mi autocontrol me lo permite– pues creo que es lo que más les conviene a la democracia colombiana y a la gobernabilidad del país. La lucha contra el narcotráfico –aquí y en el mundo– lleva más de medio siglo y, si incluimos la guerra del opio, casi dos siglos
Colombia ha sido el país de todo el planeta que más ha sufrido en esta más reciente guerra mundial contra las drogas, que tiene su origen en la Convención sobre Estupefacientes de las Naciones Unidas suscrita en 1961, y que se convirtió en “guerra” con el ataque “a todos los niveles” decretado por el presidente Nixon, de los Estados Unidos, en 1971. Para nadie es un secreto que el narcotráfico ha sido la principal fuente de financiación de los factores de violencia que tanto, ¡tanto!, han golpeado a nuestro país. Al mismo tiempo, podemos decir que Colombia ha sido el país que más experiencia ha acumulado en la lucha contra este flagelo. A punta de sufrimiento y esfuerzo hemos aprendido a combatirlo en todos los eslabones de su diabólica cadena.
Logramos doblegar o desarticular a los que se creía todopoderosos carteles de Medellín, de Cali, del Norte del Valle, y –en una guerra sin fin– a decenas de otros carteles de menor envergadura pero igualmente letales que fueron remplazando a los más grandes. Porque mientras haya consumo y prohibición, habrá mafias que se lucran de las rentas ilícitas. Esta experiencia acumulada nos ha enseñado muchas lecciones. Una de ellas es que ningún país por sí solo puede ser exitoso en la lucha contra un negocio tan lucrativo y multinacional. Por eso, cuando asumí la presidencia, una de mis primeras acciones fue la de hacer un llamado al mundo entero para que estudiáramos –conjuntamente– estrategias diferentes a aquellas basadas exclusivamente en la represión, que se venían aplicando y que no presentaban resultados positivos. Una guerra que no se ha podido ganar en medio siglo es una guerra fracasada o, por lo menos, destinada al fracaso.
Propusimos que el enfoque exclusivamente punitivo se reemplace por un enfoque de derechos humanos, de salud pública, de más educación y prevención, sin dejar de combatir las mafias que controlan el negocio. No tenía ni tiene sentido que haya más presos en Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico que toda la población carcelaria de Europa. Le hicimos este planteamiento al presidente Obama, representante del país con el mayor consumo de drogas del mundo, en la Cumbre de las Américas realizada en Cartagena en el 2012. Para mi sorpresa, y la de muchos, fue muy receptivo. Esto permitió iniciar esfuerzos en varios frentes. Se hizo un ejercicio en Panamá, liderado por Adam Kahane, el canadiense experto en solución de conflictos, quien aplicó su método de “planificación transformadora por escenarios” y analizó, sin prejuicios ni dogmas, los diversos escenarios posibles, según se tomara uno u otro camino en la lucha mundial contra las drogas ilícitas.
Este ejercicio a su vez sirvió para que la OEA, en el seno de su Asamblea General realizada en Guatemala en el 2013, hiciera un llamado al mundo para que el tema se discutiera con estos nuevos enfoques. En esa dirección, por solicitud de Colombia y de otros Estados, se convocó una Sesión Especial de la Asamblea General de Naciones Unidas en el 2016 para discutir el tema de las drogas. 5 Infortunadamente, por la oposición de varios países, especialmente del Asia y del Medio Oriente, no se avanzó mucho. Es una tarea de la ONU que sigue pendiente, pero UNGASS 2016 es un buen punto de partida. Aquí en Colombia se ha ensayado todo para combatir con más efectividad este flagelo.
Personalmente, estuve al frente del Ministerio de Defensa en el momento cuando más esfuerzos se hicieron, por ejemplo, en el campo de la aspersión aérea. Los años 2006 y 2007 fueron los de mayor aspersión en la historia –172 mil y 153 mil hectáreas respectivamente– pero en esos dos años la producción se incrementó según las dos mediciones que se utilizan. Y hay otra estadística diciente: entre el 2008 y el 2013, la aspersión bajó, y la producción en lugar de subir, bajó también. El año 2013 fue el de más baja producción de todo este siglo. ¿Qué nos dicen estas cifras? Que no se puede establecer una correlación entre aspersión y producción ni se puede argumentar que el aumento de la producción de los últimos años se deba a la suspensión de la aspersión.
La erradicación forzosa manual ha sido la otra forma de combatir este eslabón de la cadena. Tiene también sus problemas. Para comenzar, tiene un costo altísimo en materia de vidas humanas para la fuerza pública y para los erradicadores civiles. El mayor número de víctimas de minas antipersonal en nuestro país se han presentado en los campos minados alrededor o en los propios cultivos. Hace tan solo unos días, dos de nuestros policías murieron y otros más resultaron heridos, al caer en un campo minado en Nariño donde iban a erradicar un cultivo de hoja de coca. Y aquí tampoco puede decirse que exista una correlación muy fuerte entre erradicación y producción, aunque sin duda la tiene que afectar. El mayor enemigo de la aspersión y la erradicación forzosa se llama la resiembra. La resiembra era y es muy alta –superior al 60% en algunos casos– no solo porque no se tenía control del territorio, sino porque los campesinos simple y llanamente no tenían alternativa diferente a la de volver a sembrar.
Me decían –con razón– que no podían permitir que sus familias se murieran de hambre, y que los narcotraficantes y la guerrilla no solo los obligaban sino que también les ofrecían todas las facilidades para que resembraran. Crédito y compra de la cosecha en el lugar de la siembra, para no ir más lejos. La guerrilla también defendía los cultivos con su capacidad militar. Al fin y al cabo se trataba de una de sus principales fuentes de financiación. El uso de francotiradores y los ataques a los aviones y helicópteros era lo usual. En los últimos años, antes de la firma del acuerdo final con las Farc, se impactaron más de 735 aeronaves. Esto, por supuesto, incrementaba sobremanera el costo de atacar este eslabón de la cadena. Según distintos estudios, el costo de cada hectárea asperjada llegó a estar entre ocho mil y quince mil dólares, dependiendo de las complejidades operacionales para enfrentar a la guerrilla en las zonas cocaleras.
Se necesitaban aviones, helicópteros y personal en tierra que protegieran a los aviones que asperjaban y a los erradicadores. En cada operación había que mover batallones completos y personal para que limpiaran la zona. 8 En fin, un esfuerzo logístico monumental, donde se llegaron a asperjar más de 1 millón 800 mil hectáreas en total, resultó inefectivo e ineficiente por el alto porcentaje de resiembra. Durante muchos años, con unos esfuerzos enormes de recursos y de vidas humanas, vimos cómo la producción de hoja de coca bajaba o subía, sin ninguna correlación con el número de hectáreas asperjadas o erradicadas.
Pero no había alternativa mientras no tuviéramos el control del territorio, es decir, mientras no termináramos el conflicto armado. Las acciones contra los dos siguientes eslabones –la elaboración y el tráfico– no tienen cuestionamiento y deben mantenerse y reforzarse. En efecto, así se ha hecho en los últimos tiempos. La destrucción de laboratorios; la incautación de precursores, coca y cocaína, alcanzaron cifras récord en los últimos años. El uso de una tecnología e inteligencia más sofisticadas, mejores equipos, y la colaboración con otros países, en especial los Estados Unidos, contribuyeron de manera significativa a estos mejores resultados. Algo similar podría decirse sobre los esfuerzos para desarticular las mafias y poner a buen recaudo a sus capos. Al llegar al Ministerio de Defensa en el año 2006 –y con la ayuda de varias agencias internacionales–, iniciamos una limpieza y reingeniería a toda la inteligencia del Estado, con excelentes resultados.
Comenzaron a caer, por primera vez, los principales cabecillas de las Farc, y con las mismas tácticas incrementamos nuestra efectividad para apresar o dar de baja a los más importantes capos del narcotráfico y desarticular sus organizaciones. Fue así como, con el entonces recién nombrado director de la Policía, general Óscar Naranjo, elaboramos una lista de los capos más importantes del momento y todos –sin excepción– cayeron: los Mellizos, el loco Barrera, Don Mario, Martín Llanos, Cuchillo, los Comba, Diego Rastrojo, Chupeta, HH, Valenciano, Don Diego, Mi Sangre, para solo mencionar algunos. O sea, asperjamos y erradicamos un número récord de hectáreas cultivadas en coca, incautamos un número récord de toneladas de cocaína, y pusimos a buen recaudo el mayor número de jefes de organizaciones de narcotraficantes en la historia del país, en los últimos 8 años realizamos más de 1.400 capturas con fines de extradición.
A pesar de todos estos avances –hay que admitirlo con realismo–, el narcotráfico ha seguido financiando la violencia en Colombia, enriqueciendo las mafias y satisfaciendo la demanda de los consumidores en el exterior. Tristemente, Colombia sigue siendo el primer proveedor de los mercados mundiales. Nuestra lucha se compara con el esfuerzo de montar en una bicicleta estática: por más de que pedaleemos, sudemos y nos esforcemos, miramos a la izquierda o a la derecha y vemos que continuamos en el mismo sitio, en el primer lugar como exportadores de cocaína. Cuando llegué a la presidencia e iniciamos el proceso de paz, toda esa experiencia acumulada nos indicó que las Farc podían convertirse en un elemento clave en la solución del problema.
Como ellos decían que no eran narcotraficantes, sino que se lucraban del narcotráfico para financiar su guerra, durante la etapa secreta de negociación les insistí a mis delegados, entre ellos a mi hermano Enrique, que incluyeran en la agenda un punto específico que tratara la solución al problema de las drogas ilícitas. El razonamiento era muy simple: si las Farc, en lugar de proteger los cultivos de coca, se comprometían a estimular a los campesinos para que voluntariamente sustituyeran la coca por cultivos lícitos, y el Gobierno se encargaba de facilitar la infraestructura y el acceso a los mercados de los productos lícitos, romperíamos esa tenebrosa cadena sin fin en la que hemos estado atrapados por tantas décadas.
La paz nos abría esa oportunidad. Las Farc se resistieron a incluir el tema en la agenda porque consideraban que era una forma de autoincriminación que después les cobrarían. También los exponía a que los narcotraficantes se vengaran si comenzaban a colaborar con el Gobierno para dejarlos sin su materia prima, porque si el programa resultaba exitoso, eso era lo que sucedería. En efecto, muchos de los líderes sociales han sido asesinados por este motivo. Les dije a los negociadores que esa era una línea roja y –después de mucho forcejeo– el tema finalmente quedó en la agenda y en los acuerdos. Simultáneamente, comenzaron a llegar de forma creciente quejas sobre los efectos colaterales de la aspersión: campesinos que reclamaban que sus cultivos lícitos y sus animales habían sido afectados, otros que tenían problemas de salud. Los ambientalistas también ponían su grito en el cielo.
Todas estas preocupaciones las recogió una demanda que interpuso Ecuador contra Colombia ante la Corte Internacional de Justicia, por la aspersión en la frontera. Los vientos –la llamada deriva– se llevaban el glifosato hacia territorio ecuatoriano. Como éramos el único país en el mundo que permitía la aspersión aérea y Ecuador presentó un caso bastante bien sustentado, los abogados nos recomendaron no llegar al juicio. No era improbable que la Corte nos prohibiera la aspersión en todo el territorio. Por fortuna, las buenas relaciones con el vecino país se habían restablecido y logramos una solución amigable que incluía la no aspersión en una franja de 10 kilómetros en la frontera.
En Colombia se presentaron muchas demandas en diferentes instancias y finalmente hubo un fallo de la Corte Constitucional – de esta honorable Corte Constitucional– donde se nos decía – palabras más, palabras menos– que si había alguna evidencia de los efectos nocivos para la salud pública del glifosato, su aspersión aérea debía suspenderse. La Corte, como ustedes saben, señores magistrados, basó su fallo en la ley estatutaria y en el principio de precaución que indica que, ante evidencias científicas de posibles peligros para la salud humana, debe primar la defensa de la salud de los colombianos. Y dichas evidencias no tardaron en aparecer. El ministro de Salud me dio a conocer un estudio que había salido recientemente de la Organización Mundial de la Salud, en el que se incluía al herbicida glifosato en su lista de elementos potencialmente cancerígenos y dañinos para la salud humana.
Hay muchísimos más estudios e investigaciones que confirman lo mismo, que me imagino serán mencionados por los expertos en esta audiencia. La aspersión aérea, además, se había vuelto cada vez más difícil porque los cultivadores comenzaron a mezclar cultivos lícitos con cultivos ilícitos y se fueron trasladando a sitios –como los parques naturales, los resguardos indígenas o las zonas de frontera– donde la fumigación está prohibida, o de difícil acceso para los aviones. Ante este cúmulo de argumentos en contra de la aspersión, y teniendo en cuenta nuestra obligación de cumplir con el fallo de esta Corte, tomé la decisión de suspender la aspersión aérea sin descuidar la erradicación forzosa manual ni las demás estrategias en nuestra lucha contra el narcotráfico.
Se ha dicho que el aumento de los cultivos ilícitos en estos últimos años se debe exclusivamente a la suspensión de la aspersión aérea. No es cierto. Puede que así sea en parte, pero el grueso del aumento se debe a fenómenos como: 1) La gran devaluación que se produjo en el país a raíz del desplome del precio del petróleo, que hizo mucho más rentable el negocio. 2) La disminución del precio del oro que estimuló a las mafias a trasladarse hacia el narcotráfico. 3) El reacomodo de las bandas criminales en los territorios de donde salieron las Farc. 4) Y, debo admitirlo, el estímulo perverso que generó haber anunciado durante la negociación con las Farc que habría un programa de incentivos para la sustitución voluntaria de coca por cultivos lícitos. Y no es cierto –repito, no es cierto– que la decisión del Gobierno de suspender la aspersión fuese un acuerdo, ni mucho menos una imposición de las Farc, como lo sostuvo hace poco un ilustre senador de los Estados Unidos, alimentado por tantas versiones falsas que han circulado sobre el proceso de paz.
Fue una decisión autónoma, producto de un fallo de la Corte Constitucional, de estudios científicos y del convencimiento de que la aspersión, después de tantos años de aplicarla, no era efectiva y producía más problemas que beneficios. Señoras y señores magistrados: La última biografía de Churchill, Caminando con el Destino –que la recomiendo porque es la mejor entre muchas que he leído–, relata cómo llegó Churchill por Canadá a Estados Unidos durante la prohibición y les dijo a sus anfitriones después de no poderse tomar un trago: “Este es un país muy curioso, pues las inmensas utilidades que produce la venta de licores se las dejan a la mafia. En mi país se las dejamos al fisco”. Traigo esta anécdota a colación porque ese debe ser un gran objetivo en la lucha mundial contra las drogas: quitarles a las mafias sus cuantiosas ganancias ilícitas, generadoras de tanta violencia y corrupción, y que sean los Estados los que las capturen.
Esto se logra con un buen control y una adecuada regulación de una oferta y un consumo debidamente autorizados, legalizados, como ya se hace en varios países. Lo ideal es alcanzar un consenso al respecto en la comunidad internacional, pero falta mucho para que se dé. Colombia, mientras tanto, tiene que seguir combatiendo este flagelo porque para nosotros sigue siendo un problema de seguridad nacional. Hay que hacerlo con pragmatismo, realismo y eficacia, en lugar de volver al pasado con estrategias ya ensayadas que fracasaron. Hacer lo que sirve, lo que funciona, no lo que se nos quiere imponer; lo correcto, no lo que produce efímeros aplausos o votos pasajeros. En el primer eslabón –el de la producción–, el único camino para obtener resultados permanentes es ofrecerles a los campesinos cocaleros alternativas viables. La paz con las Farc nos abrió ese camino y hay que tomarlo.
A Estados Unidos, a su gobierno y a su Congreso, les dijimos a comienzos del año pasado que para ese año, el 2018, teníamos un plan para eliminar 100 mil hectáreas, 60 mil por erradicación forzosa manual y 40 mil por el programa de sustitución voluntaria que apenas comenzaba y que iría creciendo porque hacía parte de los acuerdos con las Farc. Ese objetivo representaba más del 50%, más de la mitad, de las 180 mil hectáreas de cultivos ilícitos registrados por el sistema de monitoreo de las Naciones Unidas. Si se lograba, cumpliríamos la meta de reducción del 50% pactada para cinco años por el grupo de alto nivel que creamos con Washington, ratificada después por el gobierno Duque, en tan solo un año. Pues bien, se cumplió en un 100% en erradicación forzosa y 94% en voluntaria. Y si el gobierno de mi sucesor quiere ganarse las indulgencias porque durante los últimos cuatros meses del año se logró una buena parte, como estaba previsto, bien puede. Ya nos acostumbramos a la ley del embudo.
Lo importante es perseverar, porque –repito– es lo que le conviene al país y es el único camino efectivo. Nuevamente, el gran enemigo de esta estrategia es la resiembra. La sustitución voluntaria está siendo verificada rigurosamente por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, verificación que se hace dos veces para mayor certeza. Pero miren este resultado: en el último informe, conocido la semana pasada, en el caso de las 34.767 hectáreas sustituidas voluntariamente, y de las más de 5 mil que fueron erradicadas por la fuerza pública con los campesinos, la resiembra fue –óigase bien– de 0,6%. Menos del 1%, frente a más del 35% de resiembra que se presentó con la sustitución forzosa.
Ahí está la clave del éxito, señores magistrados, ahí está, señores del Gobierno, ahí está, señores de los Estados Unidos: darles a los campesinos cocaleros alternativas legales viables, no envenenarlos, ni meterlos a la cárcel. 20 Por eso es tan contradictorio que Estados Unidos le exija a Colombia una reducción en las hectáreas sembradas de coca y al mismo tiempo se niegue a financiar la única alternativa realmente efectiva para lograr ese objetivo con el argumento de que la ley le prohíbe financiar a las Farc, como si las 99 mil familias que se acogieron al programa en 14 departamentos fueran las Farc, y como si éstas no fueran hoy un partido político legal. Tampoco se entendería que el Gobierno diga que quiere cumplir los acuerdos de paz –como es su obligación moral y constitucional– y que está comprometido con reducir los cultivos de coca pero simultáneamente eliminara del Departamento Administrativo de la Presidencia la Dirección del Programa de Sustitución, la mantuviera acéfala hasta el día de hoy y no le girara a la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito un solo peso desde noviembre.
Ojalá esto sea parte de las noticias falsas, tan en boga en estos tiempos, porque sería un doble discurso difícil de explicar. 21 Lo cierto es que vivimos una oportunidad histórica que es urgente aprovechar, y esto hay que recalcarlo. El fin de la confrontación armada con las Farc nos permite hacer lo que en el pasado no se podía: acompañar a los campesinos para que se dediquen a los cultivos legales. Respecto de la lucha contra los demás eslabones, a saber: laboratorios, cristalizaderos, incautaciones, desarticulación de las bandas criminales, lavado de activos, extradiciones, sometimiento de los capos, extinción de dominio, etc., solo diría que hay que perseverar, arreciar, y seguir haciendo con toda determinación lo mismo que se ha venido haciendo, hasta que se decida a nivel mundial quitarles el negocio a las mafias.
Como diría la Comisión Global de Políticas de Drogas, esta es una guerra de contención, no de absolutos. Pretender un mundo o un país libre de drogas -cero drogas- suena bonito, pero es irreal y hasta contraproducente. Y, finalmente, frente al consumo, el último eslabón, el otro lado de la ecuación, hay que recordar siempre, por aquello de las responsabilidades, que hay producción porque hay consumo. No es al revés como nos acusan algunos; que en el país mayor consumidor del mundo el consumo de drogas subió el año pasado, según sus propias cifras, y que Colombia no es responsable por la crisis de los opioides. Se abre paso la tesis de que hay que tratar el consumo como un problema de salud pública y no de policía. Más énfasis en la educación y prevención que en la represión es lo indicado. La guerra debe ser contra las drogas, no contra la gente.
Penalizar el porte de pequeñas cantidades no ha sido eficaz, corrompe la policía y la pone a hacer labores que la desgastan ante la comunidad, atiborra las cárceles, y además vulnera –recordando a Carlos Gaviria en su famosa sentencia– el derecho al libre desarrollo de la personalidad. 23 La Corte Constitucional de Colombia –y así lo he dicho siempre– se ha caracterizado por sus posturas modernas, progresistas y protectoras de las libertades individuales y colectivas. Esa es la Corte que a mí y a millones de colombianos nos llena de orgullo y que el mundo admira. Señores Magistrados: estas son algunas ideas que humildemente pongo a su consideración para este importante debate, y que podría resumir en dos.
Primero: la única forma efectiva y duradera de combatir la producción de hoja de coca en nuestro país es mediante procesos de sustitución voluntaria que ofrezcan oportunidades a los campesinos en la economía legal. El mínimo nivel de resiembra en las hectáreas sustituidas voluntariamente, certificado por la ONU recientemente, así lo confirma. 24 Segundo: sería un error retomar la aspersión con glifosato no solo por las razones de riesgo para la salud y el medioambiente ya conocidas por esta corte; sino porque es una estrategia que ya demostró su ineficiencia e ineficacia, y porque –éticamente hablando– no es la solución que debe ofrecerse en un país ahora sin conflicto con las Farc, que era lo que justificaba la aspersión.
Tampoco puede ser que la respuesta a la buena voluntad de 130 mil familias que han expresado su decisión de acogerse a programas de sustitución voluntaria sea fumigarla con veneno. ¿Por qué digo veneno? Porque la concentración de glifosato requerida para matar la hoja de coca, que puede ser hasta 10 veces más alta de la que se usa normalmente, es veneno. Y voy más allá: aunque se decidiera retomar la aspersión, hoy el 37% de los cultivos ilícitos están en parques naturales, resguardos indígenas y zonas fronterizas donde no se puede fumigar.
El resto está entremezclado con productos lícitos. ¿Y dónde diablos vamos a fumigar con aviones?, me preguntaba un general de la Policía hace un par de días. 25 Estas consideraciones las hago como ciudadano colombiano y del mundo; en mi calidad de miembro recién nombrado de la Comisión Global de Políticas de Drogas; como luchador por la paz –porque el narcotráfico es uno de sus peores enemigos–, y basado en la experiencia que acumulé como ministro y presidente durante doce años cruciales en esta guerra sin fin. Es cierto que estoy retirado de la política local pero esto no significa que me abstenga de dar mis opiniones y mis aportes en el escenario internacional, como lo he venido haciendo y lo seguiré haciendo, comprometido con el destino de la humanidad. Temas como este de la lucha contra las drogas, y otros como la lucha contra la pobreza, el combate al cambio climático y la búsqueda de la paz, encontrarán siempre en mí al más entusiasta promotor y defensor. Muchas gracias.